sábado, 14 de enero de 2017

Quisiera ser un pez

Cerré los ojos y pedí un deseo con todas las fuerzas de mi alma, a aquello que siempre me dió cobijo, amparo y mi origen, el mar.
Sentía que la ausencia reventaba cada habitáculo de mi corazón. Mi figura desvanecía bajo el conjunto de laminarias digitatas, junto mis deseos y anhelos, mi vesania y mis delirios. Contemplaban semejante espectáculo los pequeños ventosa, que siempre quisieron verme disipar. Junto a éstos estaban los paraíso, quienes siempre intentaron de alguna manera u otra pintar mi alma de alegría.
Abundantes sentimientos inundaron mi ser, mezclándose unos con otros, uniéndose como yugos desiguales, el orgullo con la deshonra, la cordura con la demencia, la vida con la muerte.
Desperté en aquel lugar sobrenatural llamado tierra, jamás explorado por criaturas de mi índice.
Sentía un dolor incorpóreo, centenares de cuchillas cortaban mis pieles, mis pupilas difusas clamaban la oscuridad, me pesaba toneladas el cráneo, los sesos.
No comprendía nada, no sabía dónde me hallaba ni qué me había ocurrido. Reconocí aquello que ustedes denominan arena, procedentes de rocas, para mí, los sabios del agua. Vi el cielo desde un amplio panorama, pero mucho menos increíble de las otras pocas veces que mis ojos contemplarlo pudieron. Posteriormente bajé la mirada y me quedé estupefacta al ver semejante monstruo negro en la arena, pegado a mí, mi propia sombra. De mi boca salió un gemido no intencionado, e instantáneamente me cobijé con mis propias extremidades.
Entonces así ocurrió, en tal situación deplorable, me di cuenta de que me había convertido en ese mítico, fabuloso y horrendo ser del que tanto oí difamar en fábulas, el humano.

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