martes, 28 de junio de 2016

Ademán melífluo

Ciento cincuenta días llevan mis oídos sin escuchar música. Ciento cincuenta días llevan mis manos sin tocarle.
Aún recuerdo con la elegancia que sonaban las cuerdas de mi violonchelo, como aceleraba mi aliento, mi pulso. Mis días expiraban con nuevas melodías, nuevos acordes, nuevas sensaciones.
Yo era su instrumento, su música, él convertía mi mediocridad en armonía. Él me eligió a mí.

Las agujas del reloj hacen carrera, al ritmo que las hojas del calendario vuelan al olvido. El tiempo ha tintado de blanco mis cabellos, ha hecho más visibles mis huesos y ha corrompido las líneas que conforman mi piel. Nuestras articulaciones están desgastadas, nuestros nervios titubean. Dios mío. La vida pasa inexorablemente.
Me siento vacío. Un intenso dolor corpóreo, como si me hubieran arrancado de cuajo algo dentro de mi, ese algo que ahora me impide ser quien un impreciso día fui. Un amante de la armonía.

Levanto como puedo mi cuerpo inválido del lecho y me dispongo a hacerlo. Abro el armario y extraigo del fondo mi instrumento. Desvisto su funda y lo contemplo mientras mis ojos derraman gotas de melancolía aguada, directas al corazón del sonido. Sonrío y doy con el propósito. Suspiro y lo poso con un ademán impecable sobre mi catre, le doy un beso de despedida, tumbándome así junto a éste.

Ambos somos viejos y expertos confidentes. Compañeros de la lluvia y del olvido, grandes nefelibatos listos para expirar.

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